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miércoles, 26 de octubre de 2016

Steve Aoki, el DJ que quiere vivir para siempre


Después de ganar millones durante años tocando una música electrónica eufórica, el productor estadounidense tiene ambiciones más grandes.
El trabajador supremo de la música dance: Aoki puede dar alrededor de 300 shows por año. Foto: Chelsea Lauren / Getty Images for Pandora Media
Steve Aoki sabe exactamente lo que va a pasar cuando se muera. Su cuerpo quedará a cargo de la Alcor Life Extension Foundation, una organización con una flota de cilindros de criogenia en Arizona. Alcor promete mantener la forma terrenal de Aoki a una temperatura lo suficientemente baja como para que -si la tecnología alguna vez alcanza el punto que espera Aoki- lo puedan reanimar y/o su consciencia pueda ser subida a una computadora, ofreciéndole algo así como una inmortalidad digital. Aoki, que tiene 38, puso este plan en marcha después de leer la obra del famoso futurista Ray Kurzweil, quien especula con que estos escenarios se vuelvan una realidad científica de manera inminente. Por este contrato con Alcor, Aoki va a pagar más o menos 220.000 dólares. El precio podría haber sido más bajo si hubiera optado por congelar solamente su cabeza -"El CEO de la compañía sólo se hace la cabeza", dice-. Pero Steve Aoki está listo para aprovechar la oportunidad de regresar de la cabeza a los pies, "quizás en 200 años", porque Steve Aoki es sobre todo un tipo optimista.
Su optimismo está ahí, en los títulos de sus discos más recientes: Neon Future I y II, que tejen temas kurzweilianos a través de una electrónica de tonos brillantes y latidos intensos. Lo despliega en los recitales que lo transformaron en uno de los DJs vivos mejor pagos, ganando más de 23 millones de dólares por año. Toca alrededor de 300 shows por año, mezclando Calvin Harris con Jimi Hendrix, Daft Punk con los Backstreet Boys, o Future con, fuera de broma, Celine Dion. Su estilo en la pista de baile es eufórico, incesantemente alegre, urgentemente inclusivo, como si dijera que el mal gusto no existe, y esto queda encarnado con su ritual característico sobre el escenario: arrojarle una torta glaseada en la cara a algún fan afortunado.
La positividad de Aoki -y su calendario absurdamente sobrecargado- también es el foco de I'll Sleep When I'm Dead, un nuevo documental de Netflix que registra su transformación, de ser un chico straight edge que tocaba en grupos de hardcore en su ciudad natal, Newport Beach, California, a ser un encantador de hipsters de veintipico que dirige un sello indie, pasando discos y ayudando a presentarles grupos como Bloc Party y Justice a los chicos americanos, y finalmente ser un semidiós de las bandejas de CDs en Ibiza.

Aoki acaba de aterrizar en Las Vegas desde un show en Croacia, y está en camino a la casa de 1.000 metros cuadrados de la que es dueño en el exclusivo suburbio de MacDonald Heights. Una escribana lo espera desde hace una hora y media para tomarle las huellas digitales en su cocina, sobre un mueble enorme de mármol. "¿Para qué es esto?", le pregunta Aoki a Eliza, su asistente, mientras la escribana le pone tinta en los dedos. Eliza no está segura; algo relacionado con renovar el permiso para vender alcohol en un restaurante del cual es dueño en Manhattan. "Tené cuidado con la tinta", le instruye a la escribana. "Este mármol es caro." Abundan las cosas caras: arriba de él hay una escultura de Bansky enorme de una serpiente que parece haberse tragado a Mickey Mouse. En el horizonte está el Vegas Strip, donde Aoki pasa música tan seguido que tenía sentido mudarse acá.

Pagó dos millones y medio de dólares por este lugar, y gastó al menos tres más remodelándolo. Lo más destacado incluye una barra de tés chinos ("colecciono tés cuando estoy de viaje -me paso horas probando diferentes tés-"); un vestidor en el que todas las superficies están cubiertas de espejos, en honor a la pelea climática de Enter the Dragon ("me encanta fucking Bruce Lee"); un gimnasio de dos pisos en el que puede saltar de una máquina elíptica a un círculo de cubos de gomaespuma después de entrenar; y un estudio casero en el que todo, desde el techo hasta la mezcladora, pasando por las sillas, es blanco resplandeciente o azul chillón ("es exactamente el mismo azul del Audi I8, uno de mis autos preferidos"). Aoki grabó bastante música acá, la cual probablemente acabe en su próximo disco, Neon Future III, para el cual su meta es cruzarse con una variedad de colaboraciones a mitad de camino, por así decirlo, en lugar de llevarlos hacia fórmulas de música electrónica que sean fáciles de usar en sets de DJs. Está trabajando en una canción con Blink 182 y en otra con, por más difícil que sea imaginártelo, Lady Antebellum -las estrellas de country ganadoras de un Grammy-. "Me mandaron unas voces y están geniales", dice. "Va a ser un puente entre su mundo y mi mundo."

Aoki se considera "una persona frugal", pero está claro que heredó una inclinación por la ostentación de su padre: Rocky Aoki, fundador de la cadena de restaurantes Benihana, quien cultivó una imagen exterior como un playboy en los setenta y ochenta. Rocky murió de cáncer en 2008, y el interés de Steve en las tecnologías de extensión de la vida salen directamente de su muerte. Le reveló que "él era humano", dice, a pesar de haber sido un personaje enorme que alguna vez alardeó ante un entrevistador: "¡Voy a vivir para siempre!". Steve recuerda, acerca de la enfermedad de su padre: "Tenía tubos por todas partes, pero me agarraba la mano fuerte. Estaba ahí, peleándola. Su cerebro no estaba listo para morir".
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